¿Te enamoraste, sufriste, reíste y lloraste con Raúl y Cristina? Si es así, entonces has llegado al lugar correcto.
Si por el contrario no has leído este libro, te recomiendo leer la historia y volver más tarde. Ojalá lo hagas, me haría muy feliz 😊😊.
No me ha resultado fácil escribir este relato. Debo confesar que me costó muchísimo separarme de estos personajes. Esta novela fue mi intensa para mí, y pensé que ellos me lo habían contado todo sobre sus vidas. Sin embargo, durante bastante tiempo he recibido muchas peticiones de lectoras anhelantes de leer algo más acerca de Raúl y Cristina y, aunque ha sido una ardua tarea escarbar en el día a día de ellos, me he encontrado con algo sorprendente.
Solo espero que este relato te cause las mismas sensaciones que a mí. Que la espera merezca la pena y que continúes a mi lado en esta y en otras muchas historias. Porque estoy segura de que serán muchas.
Gracias de corazón ❤️ por leerme 😘.
AVISO: si aún no has leído ¿Quién eres, Cristina?, este relato NO ES PARA TI.
Después
—Papá, quiero un móvil.
—Te lo he dicho mil veces, Elena. Eres muy pequeña para tener móvil.
—Tengo once años. Los niños de mi clase tienen casi todos móvil.
—Muy bien. Pues me alegro por ellos. Pero tú olvídate hasta que no cumplas los trece por lo menos.
—¿Trece? ¿Estás loco? ¿Es que acaso no vives en el mundo real? Necesito un móvil.
Miré a Raúl y le hice un gesto con los ojos suplicándole paciencia. Elena mostraba claros signos de que su adolescencia sería complicada.
—Tienes el mío. Toma. ¿Con quieres hablar? ¿Con los abuelos? ¿Con tu tía Carolina? ¿Con tus primos?
Raúl le pasó su teléfono por encima de la mesa.
—No quiero el tuyo. Quiero intimidad.
—¿Intimidad? ¿Es que acaso crees que si hipotéticamente te compro un móvil no voy a controlar con quien hablas?
—¡No puedes ser tan controlador! ¿Qué harás entonces cuando tenga novio?
Raúl sonrió. En realidad fue más bien un bufido.
—Estás hablando de dentro de diez años, ¿verdad?
—No, hablo de ahora. Pues que sepas que Diego Ibáñez me ha pedido salir. Y le voy a decir que sí.
—Pobre Diego.
—¡Te he oído!
A pesar de que era el tercer día consecutivo que había amanecido sintiéndome extraña y muy cansada, me hacía gracia oír la discusión entre Raúl y Elena. Me complacía simplemente escucharles conversar. Me hacía feliz que lo hubiésemos logrado. A veces echaba la vista atrás y me daba cuenta de cuánto esfuerzo nos había costado llegar hasta ese punto.
Esa mañana, al marcharse ellos, ordené un poco la casa. Pero cuando entré en la habitación de Elena y me dispuse a regañadientes a recoger algunas prendas que había desperdigadas por el suelo, sentí un calambrazo en la parte baja del vientre. La conmoción fue tan intensa que tuve que sentarme en la cama a esperar a que el dolor amainara.
A las diez tenía que abrir la tienda de fotos. Me aguardaba una jornada intensa de trabajo. Se acercaban las comuniones y para ese día había cerrado varios reportajes. Ojeé el reloj y comprendí que el tiempo se me echaba encima. Caer enferma sería mi perdición esa semana. Ser autónoma en España no era una playa. Y aunque yo no podía quejarme pues mi carrera profesional cosechaba sus frutos, una gastroenteritis arruinaría parte de los beneficios.
Cuando la punzada se hizo más llevadera volví a ponerme en pie y terminé de vestirme. Me tomé una pastilla para el dolor antes de salir de casa con la esperanza de que cesara. Por fortuna, al llegar al estudio, ya me encontraba un poco mejor. Sin embargo, conforme transcurrieron las horas, unas fuertes nauseas y un terrible dolor de cabeza fueron apoderándose de mí. Tanto, que tuve que detener la sesión de fotos que me encontraba realizando.
Lucía, una chica joven que había contratado desde hacía un mes para que me ayudara con elatrezzo y otras tareas, tocó con los nudillos la puerta del baño.
—Cristina, ¿estás bien? ¿Necesitas ayuda? —inquirió al oírme vomitar.
Observé mi imagen en el espejo pensando en que no podía ser. Quizá se trataba de un simple virus. Lo que me rondaba en el pensamiento era demasiado improbable.
Yo no podía estar embarazada.
Raúl y yo no éramos compatibles. Al menos no lo suficiente en lo referente a la compatibilidad genética.
Las palabras de la ginecóloga las tenía tatuadas a fuego en el pensamiento: «Una probabilidad entre un millón».
Raúl y yo pasamos varios años intentando tener otro hijo sin éxito, con lo cual nos habíamos olvidado del asunto.
—Sí, sí. Estoy bien. Será un virus —respondí desconcertada.
Pero lo cierto era que yo solo me había sentido de esa manera cuando me quedé embarazada de Elena y aunque de eso hacía ya once años, no había olvidado cómo mi cuerpo había cambiado en tan poco tiempo, cómo mis pechos habían aumentado y el sentido del olfato se me había agudizado. Sin poder creerlo, tomé mi móvil entre las manos y consulté el calendario. No recordaba cuándo había tenido la última regla al ser muy irregulares. Así que sin pensarlo dos veces, le pedí a Lucía que se quedara a cargo de la tienda durante unos minutos con la excusa de que me acercaría a la farmacia a comprar unas pastillas para las nauseas.
La cruz verde y parpadeante al otro lado de la calle me transportó a años atrás. A aquel día de verano en el que descubrí que Elena crecía en mi interior. Aquel día en el que el miedo y la confusión se habían apoderado de mí. Ahora todo era muy distinto. Si realmente estaba embarazada, Raúl y yo podríamos celebrarlo como deberíamos haber celebrado la llegada de Elena en aquel momento.
Con voz temblorosa le pedí al farmacéutico un Predictor. El pulso me latía con una fuerza sobrehumana. No, mi cuerpo no podía estar mintiéndome. Mientras sujetaba aquella cajita de vuelta al estudio les pedí a mis padres que me concedieran ese regalo: un hermanito o una hermanita para Elena. Les pedí la oportunidad de celebrar con el hombre de mi vida que nuestro amor una vez más había desafiado a la fuerza de la naturaleza y volvíamos a salir victoriosos.
Las dos rayas rosas tardaron menos de tres segundos en aparecer.
Un largo y profundo suspiro se me colapsó en la garganta. Sentí que me ahogaba en ese cuarto de baño. El dolor de cabeza me impedía pensar con claridad. A pesar del malestar, una sensación cósmica de satisfacción me recorría las venas.
Me tomé unos minutos para digerir la noticia con todos sus pro y contras. Sostenía la confianza de que Raúl alucinaría, pero… ¿Y Elena?¿Cómo encajaría ella un hermano ahora que se encontraba en la preadolescencia? ¿Le haría feliz ser la hermana mayor y que nuestras vidas dieran un giro de ciento ochenta grados?
Quería llamar a Raúl. Deseaba gritarle eufórica que lo habíamos conseguido, pero el temor a que aquel embarazo no resultara me paralizó. Antes debía visitar a mi doctora y asegurarme de que todo se hallaba en orden.
Aquella semana, sin saber cómo, me armé de fuerzas para mantener el secreto y además intentar ocultar las desagradables nauseas y el malestar que azotaba a mi cuerpo.
*
La ginecóloga me recibió un par de días después. Cuando le solté el Predictor sobre la mesa de su consulta sin mediar palabra, ella me miró con los ojos muy abiertos y luego parpadeó de un modo cómico.
—No puede ser.
—Yo creo que sí —sonreí—. Al menos este aparatito dice que sí.
—Cristina, creo que voy a escribir un libro con vuestro caso y me retiraré. ¡Por Dios Santo! Es más fácil que te toque la Primitiva tres veces en un año que quedarte embarazada, y aún así te has quedado.
—Eso parece.
—Bueno, pues vamos a ver cuántos vienen —aseveró incorporándose y pidiéndome con un gesto que me tumbara en la camilla.
—¿Cuántos? No bromees con estas cosas.
La posibilidad de que fueran gemelos o trillizos hizo que las rodillas casi me fallaran.
—Créeme que no bromeo. Con vosotros puede pasar cualquier cosa.
Pero en mi útero solo había una semillita inapreciable, lo cual fue tranquilizante.
Algo tan diminuto y a la vez tan enorme, que cuando Luisa giró la pantalla para mostrarme los latidos del corazón sentí que el mío iba a reventarme el pecho.
Supe que me había enamorado de nuevo. Un amor descomunal y repentino. Iba a ser madre por segunda vez y aún no podía creerlo.
—Tenemos que llevar tu embarazo por alto riesgo debido a tu problema con la tensión, Cristina. Pero todo indica que esto va viento en popa.
Luisa sacó una foto de la ecografía y me la entregó en un sobre junto con la receta de las pastillas que debía tomar para las nauseas.
De camino a casa, no dejé de contemplar la imagen. Un estado de permanente exultación me acompañó hasta el momento en el que decidí darles la noticia a Elena y a Raúl.
*
Jueves por la noche. Un jueves de febrero como cualquier otro, con la peculiaridad de que ese día se quedaría en nuestras memorias para siempre.
Los tres nos disponíamos a cenar juntos en la mesa de la cocina. Elena, ataviada con un pijama de los Minions que le quedaba un poco pequeño, contemplaba la pantalla del iPad abstraía en un video absurdo de una de sus Youtubers favorita. No paraba de remover con el tenedor los pedacitos de una tortilla a la francesa que Raúl había cocinado para ella. La televisión del salón permanecía encendida sin volumen. El sonido que inundaba el espacio era el de la cantarina voz de aquella chica, que pronto se haría millonaria con el número desproporcionado de subscriptores a su canal.
—Deja de jugar con el tenedor y come —le ordenó Raúl, mientras terminaba de colocar algunos aperitivos sobre la mesa.
—Es que no tengo más hambre.
—Si ni siquiera la has probado.
—Sí la he probado, pero no me gusta.
—Es tortilla. Hasta ayer te gustaba.
—Ya, pero hoy ya no.
Raúl suspiró y me dirigió una mirada fugaz.
—Venga, Elena, cómete al menos esto —intervine haciéndole una división engañosa con uno de mis cubiertos—. Tengo preparada una sorpresa para el postre, pero si no te comes eso te quedarás sin saber de qué se trata.
Por la expresión de Raúl deduje que él también pensaba que le tomaba el pelo. Pero no. El postre se acercaba.
Cuando Elena accedió al fin a probar la tortilla, Raúl y yo nos relajamos y conversamos un rato sobre nuestros trabajos. No resultó fácil concentrarme y seguirle el hilo a lo que me contaba acerca de la última reforma que su empresa realizaba en una finca céntrica de Sevilla. Yo tan solo deseaba que ambos terminaran la comida que quedaba en sus platos para dar paso a la gran noticia.
Y el anhelado momento llegó.
Les pedí que permanecieran sentados, saqué del congelador unas tarrinas de helados con los sabores favoritos de Elena y me dispuse a preparar un par de copas con nata montada y nueces. Mi pequeña se frotó las manos ilusionada contemplando lo que hacía. Por regla general ese tipo de postre lo reservábamos para los fines de semana y, aunque a Raúl le pareció extraño, tan solo sonrío cuando coloqué sus premios sobre el espacio que quedaba delante de ellos.
Elena alcanzó una cucharilla entusiasmada, pero antes de que la enterrara en la nata la detuve.
—¡No! aún falta un detalle.
Me giré y abrí el cajón donde había guardado dos copias de la ecografía a modo de banderita. El pulso me latía a un ritmo brutal. Ellos parecían tan ajenos al bombazo que me entró la risa.
Cuando pinché ambas copias sobre sus helados, me quedé de pie entre los dos, observando sus reacciones.
Raúl frunció el cejo y luego agudizó la vista. Sus dedos, muy despacio, sujetaron el diminuto palillo de dientes para retirarlo de la copa. Por unos segundos, su expresión me desarmó.
—Pero ¿esto es…? —preguntó posando sus ojos sobre los míos.
Una espesa nube de confusión y dicha embargaban su mirada.
—Lo es —afirmé desbordada de emoción.
Amaba a ese hombre con todo mi corazón y darle esta noticia era cuánto había deseado desde que lo conocía.
—¿Qué es esto? —inquirió Elena rompiendo aquella tierna conexión entre Raúl y yo.
Me puse en cuclillas junto a ella.
—Es tu hermano, Elena. O hermana. Aún es pronto para saberlo.
—¿Estás embarazada?
Su pequeña naricilla se arrugó así como hacía cada vez que algo la sorprendía.
—Sí, cariño —respondí sujetando su mano.
Raúl continuaba en estado de shock.
Elena contempló la ecografía unos segundos.
—Pero yo soy muy mayor para tener un hermano.
Su respuesta no me pilló por sorpresa. Elena nos había pedido durante años un hermano, pero con el paso del tiempo había enterrado la esperanza de que fuera posible.
—No, mi vida. No lo eres. Además eso no importa. Lo importante es que vas a tener a alguien con quien contar para siempre. Alguien que te acompañará toda la vida. Como la tía Carolina conmigo.
—Pero es que yo ya no quiero un hermano. De pequeña sí, pero ahora ya soy muy mayor.
Aquel comentario obligó a Raúl a salir de su estado catatónico.
Ambos nos miramos.
Raúl acunó mi rostro entre sus manos y me besó la frente.
—Ven aquí —susurró sentándome en su regazo.
Sabía que pronto intervendría y hablaría con Elena, pero se tomó unos segundos en besarme y abrazarme.
—No me lo puedo creer —musitó enterrando su cara en mi cuello.
Acaricié su cabello mientras le devolvía el abrazo.
Mientras tanto Elena contemplaba la ecografía con su peculiar expresión de cabreo.
—Victoria tiene un hermano pequeño y es un pelmazo. Le coge todas sus cosas y dice palabrotas todo el tiempo. El otro día cogió unas tijeras y le cortó un mechón de pelo.
Raúl y yo hicimos un esfuerzo enorme para no sonreír.
—Tu hermano no será así. Esconderemos las tijeras, tranquila. E intentaremos que sea un renacuajo educado —murmuró Raúl.
Una risotada escapó de mis labios.
—No me hace gracia. Lo digo en serio, no quiero un hermano. Son una lata. ¿Es que mi opinión no cuenta?
—Elena, que el hermano de tu amiga sea un pequeño diablillo no significa que el tuyo también vaya a serlo.
—¿Pequeño diablillo? ¡Mamá, ese niño es odioso! Y encima es más feo que el culo de un mono.
Puse los ojos en blanco. Me pregunté dónde habría aprendido esas expresiones.
—Elena, esta es una gran noticia. Y me encantaría que lo celebrases con nosotros —intervino Raúl esta vez más serio.
Ella soltó la ecografía encima de la mesa y se puso en pie.
—Me da igual. Podéis tener un hijo sin consultarme, pero no podéis obligarme a que me haga ilusión.
Luego salió de la cocina y se fue directa a su dormitorio.
—No le hagas caso. Se le pasará —comentó Raúl al percibir mi expresión de angustia.
—¿Tú crees?
Él me pinzó la barbilla obligándome a mirarle.
—Claro que sí. Joder es que aún no me lo creo. Tengo ganas de gritar y saltar.
Su sonrisa calmó mi desasosiego, llenando mi corazón de alegría. Llevé mis manos a su cuello y lo rodeé.
—¿Qué te ha dicho la doctora? —inquirió apartándome un mechón de pelo de la frente.
—Aparte de que quiere estudiar seriamente nuestro caso, ha dicho que todo está perfecto.
—Soy muy feliz, Cristina —dijo tras unos segundos sin apartar sus ojos de mí.
Esa noche comprendí que mi amor por él crecería cada día.
—Yo también.
*
Elena no me devolvió el beso cuando la arropé. Raúl insistió en que era una pataleta de celos y que pronto se volvería loca de ilusión planeando la llegada del bebé. Yo mantuve la esperanza. La mantuve porque Elena a pesar de ser una niña mimada y caprichosa en ocasiones poseía un corazón noble e inmenso como su padre. No podía culparla por haber heredado algunos insufribles aspectos de mi personalidad. Lo único que podía hacer era lidiar con su difícil carácter y velar porque madurara lo antes posible.
Cuando terminamos de recoger la cocina tras la cena, Raúl me llevó a la cama tirando de mi mano. Allí me demostró una vez más que su adoración por mí iba más allá del amor. Esa madrugada besó cada recodo de mi cuerpo, como si de alguna manera ya empezara a apreciar que este pronto cambiaría y ese hecho lo alentara.
Nos entregamos el uno al otro, transformando el acto del sexo en un lujurioso ritual de promesas y declaraciones.
Un largo rato después, mientras aún nos recuperábamos de los efectos del clímax, Raúl susurró sobre mi vientre:
—Creo que es un niño.
Mis dedos acariciaban su cabello con exquisita ternura.
—Ojalá tenga tu pelo y tus ojos.
—Tiene que ser un niño —bisbiseó rozando con su nariz mi ombligo.
Fruncí el cejo, sonriendo.
—¿Por qué?
Sus labios dibujaron un sendero de besos por mi piel.
—Porque no sobreviviré en esta casa con tres mujeres con idéntico carácter.
—Ehh… ¿tan horrible es vivir con nosotras? —protesté pegándole con suavidad en el hombro.
Él se incorporó un poco para ascender hasta mi rostro. Me sujetó las manos dejándome atrapada bajo su cuerpo. Su mirada pacífica, hipnótica y condenadamente sexi recorrió mis rasgos. Su mirada era mi hogar.
—No. Lo horrible es vivir sin vosotras.
*
Las hojas del calendario fueron desapareciendo. Los días, las semanas y los meses transcurrieron con una velocidad moderada. La noticia, como habíamos previsto, sorprendió a los padres de Raúl y los colmó de satisfacción.
Mi hermana, Marta y Javi celebraron nuestra alegría organizando una fiesta sorpresa en la que pudimos reunirnos y ponernos al día de los últimos acontecimientos: los primeros pasos del hermoso bebé de Marta y Fernando, la felicidad que desprendía Javi desde que se había casado con aquel guapo detective privado que le había robado el corazón, la eterna complicidad de Carolina y Héctor, y la alegría de poder disfrutar de la compañía de mis sobrinos… Estar cerca de mi familia me irradiaba luz.
Nuestro círculo de amigos del colegio de Elena y los compañeros de Raúl del trabajo también nos felicitaron. Por el contrario, la única que continuaba sin aceptar del todo que pronto se convertiría en la hermana mayor era Elena.
Raúl insistía en que no debíamos darle importancia. Según él, aquella pataleta infantil se le pasaría en el momento en que sostuviera al bebé en brazos. Y aunque poco a poco su determinación de no querer un hermano iba debilitándose, yo seguía preocupada por cómo la afectaría.
Cuando el bebé ya podía verse con más claridad en las ecografías, decidimos que nos acompañara a todas las citas con la ginecóloga. A los cinco meses la doctora nos confirmó que sería un niño, como venía intuyendo desde los tres meses. Elena no mostró especial entusiasmo. De hecho, aquello le sirvió para volver a compararlo con el hermano de su amiga Victoria. A la madre de Raúl le hacía mucha gracia la situación. En cambio a mí no dejaba de angustiarme.
Conocido el sexo del bebé, Raúl y yo decretamos hacerla partícipe de cada decisión que tomábamos en cuanto a las prendas que comprábamos para el pequeño y la decoración de la habitación.
Una tarde de sábado, justo el día en que mi embarazo cumplía siete meses, a Raúl se le ocurrió que escogiéramos el nombre de nuestro bebé entre los tres.
Propuso que cada uno escribiéramos tres nombres que nos gustaran y los introdujéramos en un recipiente.
Mario, Sergio y Javier fueron mis propuestas. Raúl continuaba insistiendo en que el pequeño debía llamarse como él, a pesar de que yo no era muy partidaria de llamar a los hijos como a sus padres, aún así planteó también como alternativas Santiago y Adrián.
Pero cuando leímos los nombres que Elena había escrito, se me cayó el alma al suelo.
—Vamos a ver, Elena, ¿de verdad quieres que tu hermano se llame Chucky?
—Habéis dicho que puedo escoger tres nombres.
—Exacto, pero tres nombres normales. ¿Te parece Salchichónun nombre de persona? ¿O Diarrea?
Raúl contuvo una carcajada.
Yo, a diferencia de él, me sentía decepcionada.
Respiré hondo.
—Creo que hoy no es un buen día para hacer esto.
Me retiré a mi habitación y me tumbé en la cama. Admito que a esas alturas me encontraba especialmente sensible. Las hormonas hacían mella en mí y tal vez debía ser más racional y tomarme ese asunto con el humor que se lo tomaba Raúl, pero yo no podía evitar sentirme triste. Quería ver a mi hija ilusionada y feliz. Y hasta el momento ella, aunque mucho menos que al principio, proseguía mostrándose disconforme.
Al cabo de una hora oí la puerta abrirse. Entró despacio y sin mediar palabra se sentó a mi lado. Uno de sus puños permanecía cerrado.
—Lo siento —susurró entregándome tres papelitos.
Me incorporé sobre los almohadones y tomé los papeles que ella me entregaba.
—Diego —musité leyendo el primero—. Me gusta Diego —añadí mordiéndome el labio. Sabía que así se llamaba uno de sus compañeros de clase, aquel del que ella estaba enamorada.
En el segundo y el tercer papel leí Alejandro y Leo. Sus dos mejores amigos desde infantil.
—Son tres nombres precioso. Mucho mejores que Chucky, Salchichóny Diarrea.
—Si tú lo dices…
—Elena, cariño, quiero que estés contenta.
—Lo intento.
—¿Qué es lo que te preocupa?
—No quiero que cambie nada.
—Eso es inevitable, mi vida. Todo va a cambiar. Pero para mejor, créeme.
Ella jugueteó con un hilo de su pantalón, no muy convencida de mi afirmación.
En ese instante sentí que el bebé se movía. Fue un movimiento brusco y me quejé.
—¿Qué ocurre?
—Se está moviendo mucho.
—¿En serio?
—Corre, dame tu mano.
Ella posó su palma sobre mi vientre. El bebé lanzó una fuerte patada y ambas percibimos la vibración de un modo asombroso. No era la primera vez que Elena notaba las patadas del bebé, pero sí la primera, desde que le habíamos anunciado el embarazo, que la vi sonreír de alegría.
—Guauuuu… —exclamó ella con una expresión de júbilo—. ¿Se mueve así todo el tiempo?
—Bueno, no siempre, pero cada vez más.
—Tiene mucha fuerza.
—Eso parece. Creo que ha oído que le quieres llamar Diarrea y se ha cabreado.
—No te enfades —bisbiseó ella hablándole a mi ombligo—. Mi favorito es Salchichón.
*
La cesárea fue programada para finales de octubre. Ingresé sobre las diez de la mañana de un miércoles soleado y esperanzador. Luisa, mi ginecóloga, decía que era mejor no asumir riesgos debido a mi problema con la tensión. Los nueves meses habían sido tranquilos y las pruebas indicaban normalidad.
Raúl permaneció a mi lado durante el parto. La sedación que me suministraron distorsionó mis recuerdos. Las luces del quirófano y el olor a antiséptico se mezclaron con el millar de sensaciones que inundaban mi cuerpo. Solo sé que todo iba bien, que apenas posaron sobre mí al pequeño unos escasos segundos y que me fijé en que una oscura mata de pelo negro cubría su diminuta cabecita. Raúl sonreía con los ojos empañados en lágrimas, sujetando mi mano. El pequeño no lloraba, solo lo oí hacer unos extraños quejidos.
Ni siquiera tuve tiempo de fijarme en su rostro. Él tenía los ojos cerrados y me pareció un bebé saludable pues admiré sus rollizos muslos y sus rosados brazos. Aún no tenía nombre.
Lo apartaron de mí mucho antes de lo que esperaba, con la excusa de pesarlo y limpiarle las vías respiratorias. Su llanto era lo próximo que esperaba oír, pero mi bebé sin nombre no lloraba. De repente la atmósfera en el quirófano varió. La matrona y Luisa se lanzaron una insólita mirada mientras esta última cosía mi abdomen. Supe que algo no iba bien.
Me sacaron de allí antes de que llegara a enterarme de qué ocurría.
«Todo está bien, tranquila. Solo le han puesto un poco de oxígeno», oí que me decía una de las enfermeras.
Varias horas después, tras asegurarnos que el bebé se encontraba fuera de peligro, Luisa apareció por la habitación para hablar con nosotros. Recuerdo que toda mi familia permanecía expectante. Mis suegros parecían cansados y muy preocupados, mi hermana Carolina sujetaba mi mano y Javi y Marta habían llegado hacía un par de horas.
Me sentía extenuada. No podía moverme a consecuencia de la cesárea. Intuía que algo sucedía y que nos lo ocultaban. Raúl no paraba de dar vueltas por la habitación como un león enjaulado. Pensé en Elena y en lo mucho que la echaba de menos. Ella se hallaba en casa de su mejor amiga. Habíamos decidido que Raúl iría a buscarla cuando el bebé ya estuviera con nosotros en planta.
—¿Qué ocurre, Luisa? ¿Dónde está nuestro bebé?
La ginecóloga acercó una silla a mi lado, se sentó y tomó mi mano.
Empecé a llorar en cuanto ella me miró a los ojos.
—Cristina, mírame —dijo ella.
—¿Qué le ocurre, Luisa? —oí decir a Raúl con la voz rota.
—Vuestro bebé acaba de ingresar en la UCI por falta de oxígeno, aunque ya está fuera de peligro. Ha nacido con un defecto atrio-ventricular, probablemente necesitará intervención quirúrgica dentro de unos meses, quizá un año. Aún es pronto para determinarlo, pero de momento está a salvo.
—Dios mío…
—Aún no entendemos cómo no hemos podido verlo. El triple Screening indicaba una posibilidad muy reducida y la medición de la translucencia nucal era normal…
Luisa continuó hablando de parámetros, de pruebas prenatales y de la técnica de amniocentesis a la que nunca llegué a someterme debido a que el embarazo había sido similar al de Elena, pero en mi cabeza las palabras fueron deformándose y de repente sentí que me faltaba el aire. Mi bebé había nacido con una cardiopatía congénita. Y Luisa mencionó términos hasta al momento desconocidos para mí. Dijo algo sobre el flujo sanguíneo pulmonar y la trisonomía en el cromosoma 21. No podía respirar. La madre de Raúl se llevó las manos a la boca para contener un sollozo. Raúl enmudeció.
Mi hermana Carolina acariciaba mi brazo. Y Javi y Marta aún no habían conseguido moverse de donde estaban. Luisa todavía no había dicho qué le sucedía con exactitud.
—Es un bebé precioso, Cristina. Los niños con síndrome de Down pueden llevar una vida muy placentera con los tratamientos y cuidados adecuados. Ahora vendrá la psicóloga y os explicará cuál es el protocolo a seguir en estos casos.
Continué llorando.
Ella, a pesar de mi llanto, siguió comentando a rasgos generales las distintas formas de adaptación enumerando la logopedia, la fisioterapia y otros cuidados de salud mental.
Lloré muchísimo hasta que ella decidió guardar silencio. De algún modo me despedía de la que había sido mi vida hasta entonces.
Lloré y a mi llanto se unieron las lágrimas silenciosas de mi hermana, de mis amigos y mis suegros.
Raúl se mantuvo inmóvil a los pies de la cama.
—Hoy quizá es un día triste para vosotros. Pero pronto seréis muy felices. Estoy segura.
Fue lo último que dijo Luisa antes de abandonar la habitación. Y lo más cierto que me habían dicho nunca.
*
Su estancia en la UCI se prolongó hasta casi un mes. Mi hermoso bebé sin nombre tenía problemas para respirar. Su corazón era frágil, pero él evidenciaba la fortaleza de un extraordinario guerrero. Lo supe en cuanto lo tuve en mis brazos y comprendí que me completaba. Rememoré las lágrimas derramadas y me avergoncé por ello. Allí dentro solo deseé que estuviera sano, que sus pulmones y su corazón no le jugaran una mala pasada. Le recé a mis padres para que me permitieran cuidarle y demostrarle que en este mundo había un sitio para él.
Elena conoció al pequeño dos días después. Mis suegros le explicaron con sutileza lo que ocurría y ella insistió en que quería verme.
—Ven aquí, cariño —musité cuando la vi aparecer por la puerta y se quedó quieta en mitad de la estancia sin saber cómo reaccionar.
A continuación se aproximó a mí y me abrazó.
—¿Su corazón está enfermo por mi culpa? —preguntó llorando sobre mi hombro.
—No, mi vida. Claro que no. ¿Por qué dices eso?
—Porque no me he portado bien cuando estabas embarazada. El día que íbamos a elegir su nombre me comporté mal y papá me dijo que no debía ponerte triste, que eso podía afectar al bebé.
—No, Elena. Eso no ha tenido nada que ver. Además, pronto estará muy bien y podremos irnos a casa con él —atestigüé buscando su rostro y apartándole un mechón de pelo que le caía en la mejilla.
—¿Cómo es?
—Es muy guapo.
—¿Habéis decidido su nombre?
—Aún no. Te estábamos esperando —musité limpiándole una lágrima.
—Puedo verlo.
—Claro. Papá está con él. Bajaremos en media hora y entrarás conmigo. Pero tenemos que decidir su nombre hoy. Las enfermeras le llaman Gusiluz, porque dicen que duerme poco.
Sonrió.
—Gusiluz es mejor que Salchichóno Diarrea, ¿no? —añadió ella.
*
Raúl sostenía al pequeño en brazos mientras le daba el biberón cuando Elena y yo nos aproximamos despacio. Mi hija parecía muy asustada. Miraba hacia un lado y a otro como si temiera que cualquiera de esos aparatos e incubadoras fuesen a explotar. Era la hora de la visita en la UCI, por lo tanto había más gente de lo habitual. Normalmente a nuestra izquierda solo estaba Ramón, el papá de Luna, una bebé sietemesina que había nacido con graves problemas pulmonares y que las enfermeras ya habían emparejado con nuestro hijo. A veces de madrugada, solían acercar ambas incubadoras porque aguardaban la teoría de que juntos se tranquilizaban. Luna permanecía en esos momentos en brazos de su madre. La mujer nos regaló una bonita sonrisa a modo de saludo.
—Hola, Elena —murmuró Raúl.
—Hola —articuló ella muy bajito manteniéndose alejada un par de pasos.
Llevaba puesta una bata de papel que le quedaba enorme y la hacía parecer más pequeña y vulnerable.
—Te presento a Salchichón—bromeó Raúl apartando el biberón ya vacío e incorporando a nuestro bebé para que pudiera eructar. El pequeño estaba completamente dormido aunque aún respiraba con dificultad. Raúl sostenía su cuello con delicadeza. La destreza y seguridad que Raúl transmitía cuidando a nuestro hijo me reconfortaba.
Una risita divertida escapó de los labios de ella. Lo observó unos largos segundos y luego avanzó y alcanzó su manita.
—Es muy guapo.
—Sí que lo es.
—Tiene el pelo igual que tú —musitó ella paseando sus ojos del cabello de Raúl al pequeño.
Raúl me lanzó una ojeada esperanzadora.
—Eso es cierto —susurré asumiendo lo evidente.
Elena soltó la mano del pequeño y luego dibujó una suave caricia por su mandíbula.
Permaneció contemplándolo en silencio un extenso minuto.
—Tiene cara de llamarse Raúl —declaró ella sorprendiéndome.
La expresión de mi marido se iluminó y supe que en aquella batalla me habían conquistado una vez más.
—Aunque yo seguiré llamándole Salchichón.
*
Y sí, nuestras vidas cambiaron. Tras la llegada del pequeño Raúl ya nada volvió a ser como era antes. El primer año fue muy duro. Su lesión congénita lo hizo ingresar varias veces en el hospital y aunque a veces sentía que iba a desmoronarme, aquello poco a poco engrandeció el amor que Raúl y yo nos profesábamos. Mi precioso guerrero había llegado para afianzar nuestra relación. Para volverla irrompible.
Para demostrarnos a todos que no teníamos ni idea del concepto de la felicidad y la familia. Al menos no con la amplitud que lo entendíamos ahora.
Una probabilidad entre un millón, así había sido siempre con Raúl. Primero con Elena y luego con el pequeño Raúl. Una aislada probabilidad entre otras miles. Y aquello acentuó la certeza de que por muy difícil que se pusieran las cosas entre nosotros siempre encontraríamos la solución.
Nuestro día a día se convirtió en una carrera de fondo. Que el pequeño Raúl comenzara a andar fue todo un desafío. Los médicos y terapeutas nos aseguraban que era muy poco probable que caminara antes de los tres años, pero claro tratándose de probabilidades mi precioso guerrero logró correr en su fiesta de segundo cumpleaños.
La sonrisa de Elena, sus carcajadas y su vocecita cantarina inundaban cada rincón de mi hogar, guiando a su hermano de un lado a otro. Jugar con él, enseñarle a hablar y ayudarle a alcanzar sus logros se convirtió en su principal interés. Y yo encontraba la paz más absoluta en cada abrazo que ellos se daban.
No obstante, conforme crecían surgieron discrepancias. La adolescencia de Elena, como ya habíamos previsto, no fue un camino de rosas. Sin embargo, en cada riña que Elena protagonizaba en casa, el pequeño Raúl, ya no tan pequeño, aportaba su toque mágico de inocencia y humor.
La vida con ellos simplemente se volvió maravillosa.
Atrás quedó aquella Cristina que maduró a golpe de errores. La que se equivocó y sufrió las consecuencias de su propia mentira. La joven insensata que se enamoró con locura del hombre más extraordinario del mundo. La que aprendió que, a pesar de todo, querer no duele.
Esa joven poco a poco se fue transformando en la mejor versión de mí. Y con cada nuevo amanecer yo contemplaba con fascinación el presente.
—Papá, Elena tiene novio.
—Pero qué dices, Salchichón. ¡Que no tengo novio!
—¿Y tú como lo sabes?
—Porque la he oído hablando por teléfono —decía el pequeño Raúl, con apenas seis años, mientras desayunaba su tazón de cereales.
Su logopeda nos había felicitado la semana anterior por sus avances. Aún así había palabras que nos costaba entenderle.
—¿Ah sí? ¿Y qué has oído?
—No me lo puedo creer. ¿No vas a reñirle? Papá, no está bien oír conversaciones privadas. Deberías enseñarle eso.
—Un momento por favor, necesito saber qué ha oído. Ya luego decidiré a cual de los dos debo castigar. ¿Qué es lo que has averiguado, Raúl?
—Esto es increíble.
—Creo que se llama Os…os…car y está en la uni… uni…velsidad.
—¿Eso es todo lo que sabes? ¿Ni apellidos ni nada?
Mi hijo se encogió de hombros, llevándose la cuchara a la boca.
—¡Mamá! No puedo seguir viviendo en esta casa. ¡No soporto a estos dos! —protestó Elena abandonando su asiento.
Yo me movía por la cocina, negando con la cabeza.
—Raúl, si quieres ser detective privado como Cristóbal debes mejorar mucho más —oí que le murmuraba mi marido al oído.
—Lo sé, papá.
—Pero bueno, por ahora no está mal, hijo.
—Raúl.
—Qué, mamá.
—Castigado un día sin tablet por oír las conversaciones de tu hermana.
—Mierda.
Me giré y señalé a Raúl padre con el dedo, haciendo lo imposible por no reírme.
—Y contigo, ya hablaré luego.
Fin
Precioso, gracias por regalarnos un pedacito mas de esta maravillosa historia. Deseando leer mas novelas tuyas que te llegan al corazon y me emocionan. Muchas gracias . Besos.
Solo puedo decir ,que ralato más bonito ??? Muchísimo gracias por el
Fascinante!! Me encantó!! Gracias, tienes una manera de trasmitir, que haces que se me emocione con cada relato tuyo! Espero leer más cosas tuyas! Por muchos más éxitos!
Esperamos leerte pronto. Saludos. (Desde Argentina)
Estoy deseando que llegue a mis manos este nuevo libro que me enamoró. Felicidades por tu nuevo bebe ?. Seguro que ese pequeño Raúl es un guerrero como yo ??
Nunca nos defraudas!! Muchas gracias por este regalito. Deseando leerte de nuevo y con ansias de saber qué pasa con Irene y Víctor. Un beso
Bellísimo relato extra!! Me emocioné …cómo siempre? ? Rosario eres maravillosa escritora!! Aquí estaremos esperando por nuevas historias!! ??