No dejes para mañana lo que puedas escribir hoy. 💕
Eso fue lo que pensé hoy cuando me senté a continuar escribiendo el capítulo que tengo entre manos y oí una canción de Vetusta Morla.
Fue entonces cuando imaginé esta escena en mi cabeza. Visualicé este breve relato en alguna parte del confinamiento y me dispuse a escribirlo.
Hay tantas situaciones difíciles que deben ser denunciadas… Tanto de lo que aprender.
Espero que os guste y sobre todo que lo vivido durante esta época, sea bueno o malo, merezca la pena.
“Haz que este baile merezca la pena”
(1)
Cuando abro la aplicación, encuentro de nuevo un mensaje de él.
«Déjalo todo y ven conmigo».
Solo eso.
Estoy sola, encerrada en el baño. Es el único lugar de la casa donde puedo refugiarme. La única estancia que tiene cerrojo.
Leo los mensajes anteriores. Siempre son breves. Pienso en microrrelatos. Si los analizo uno a uno, todos cuentan una historia.
«No te imaginas lo mucho que me gusta observarte. He comprendido que observar es un arte siempre que se trate de mirarte».
«La vida es corta, pero empieza cada día».
«Déjame ayudarte. Déjame mimarte como te mereces».
«¿Sabes? Cuando sonríes, joder, qué bonita…»
«Si lo nuestro no funciona, no importa. Ya estarás a salvo».
A salvo.
Sonrío con amargura. Deseo tanto que eso sea cierto que ya apenas me duele lo que estoy viviendo. Me duele el simple hecho de no saber cuánto durará este encierro. Antes nunca me había planteado la posibilidad de abandonar a mi marido. Miento, quizá alguna vez. Quizá cuando alguna de mis amigas había utilizado aquel termino para referirse a mi matrimonio: Maltrato psicológico.
Sin embargo, aún me cuesta aceptar que me esté sucediendo. Hace un mes busqué en internet cómo suelen comportarse los maltratadores psicológicos y tuve que dejar de leer aquel post.
Controla tu dinero.
Te dice cómo debes vestirte.
Controla tu móvil y tus redes sociales.
Organiza tu tiempo libre.
Te ridiculiza.
Te trata como si fuera tu padre.
Esas son algunas de las cosas que leí. No llegué a la parte en la que decía que insultarte y gritarte que eres una inútil o una cerda por no recoger los platos del fregadero la noche anterior también es maltrato. Tampoco llegué a leer esa parte en la que especificaba que obligarte a hacer cosas en la cama o hacerte sentir mal por no hacerlas es otra forma de maltrato aún más sucio y rastrero. O incluso algo peor.
Vivo con un maltratador y tengo dos hijos con él. Y comprenderlo en mitad de una pandemia no es agradable. Y mucho menos lo es enamorarte de otra persona al mismo tiempo.
Pero así es mi vida ahora.
Mi amiga Andrea dice que esto solo era cuestión de tiempo, que si no me he dado cuenta antes era porque no quería verlo. Sea como sea, ya no puedo más. No tengo fuerzas para seguir aguantando tanta humillación.
No quiero que mis hijos crezcan en este ambiente. Renuncié a mi trabajo para dedicarme a mi familia. Cedí ante su propuesta de que con su sueldo tendríamos suficiente. Lo que no comprendí era que él trataba de apartarme de todo lo que conocía. De todo lo que me hacía feliz.
Vuelvo a leer el mensaje.
«Déjalo todo y ven conmigo».
Si fuera tan fácil…
En estos días creo que he bajado a las profundidades del infierno. He visto tan de cerca las oscuridades de mi mente, que me odio a mí misma por querer huir. Pero no puedo evitarlo. Deseo despertar de una vez por todas de esta maldita pesadilla.
Aquí dentro, no soy una mujer. Ya ni siquiera siento que sea buena madre. Mis ganas de marcharme lejos no me hacen merecedora de la amplitud de ese concepto.
Reúno el valor que necesito para responder a su mensaje.
«Ojalá pudiera», le escribo dejando resbalar mi cuerpo por la puerta hasta quedar sentada en el suelo.
Él se conecta de inmediato.
«Escápate al menos unas horas».
Aprieto el teléfono contra mi pecho y cierro los ojos.
«No puedo», tecleo con los ojos vidriosos.
Apenas conozco a esta persona, pero ¿acaso importa eso si me comprende? Si siempre dice justo lo que necesito.
«No puedo son las palabras más tristes que existen. Intenta no escribirlas nunca más», replica.
«De acuerdo».
«Escucha esta canción de Vetusta Morla», dice enviándome un enlace de Spotify con el videoclip del sencillo “23 de junio”.
Pincho el enlace y presto atención a la pantalla. Voces en el exterior amenazan con quebrantar mi insólito momento de paz. No obstante, subo el volumen y dejo que la letra envuelva el espacio que me rodea. Una pareja baila lentamente al son de la música.
No, una aventura sería incrementar el caos en el que me hallo. De hecho, creo que jamás sería capaz de dar un paso más. Me conformo con este arriesgado intercambio de mensajes con mi vecino de enfrente. Supongo que sentirme deseada es mi único consuelo aquí dentro.
Mi amiga Andrea se rio a carcajadas cuando se lo conté. Le dije que mi vecino, aquel chico guapo y más joven que yo, que hace dos meses se instaló en el edificio de enfrente y que a menudo me observa cuando tiendo en mi diminuta terraza, me había encontrado en Facebook y me envió una solicitud de amistad. Lo que no le he contado es que ahora que estamos confinados hablamos más. Que he sobrepasado la línea. Y que él sabe que vivo en una cárcel de pladur.
La letra de esa canción habla de un encuentro en verano. Habla de dejar el equipaje en la ribera y quemarlo. Habla de ceremonias a luna llena. Habla del viento a nuestro favor. Habla de cruzar una frontera…
Las lágrimas resbalan por mi rostro.
—Mamá —oigo que vocifera mi hijo Martín de cuatro años intentando abrir la puerta—, tengo que entrar. Me hago pipí.
Me seco el rostro con el dorso de la mano y me pongo de pie. Un último mensaje me llega antes de que salga de la aplicación y cambie la contraseña:
«Pase lo que pase, haz que este baile merezca la pena».
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